Hace poco me topé con el verso 9 de Jeremías 20. El joven Profeta, rodeado de una sociedad curtida por la desobediencia sufre el oprobio de ser discriminado por hablar en Nombre de Dios. Cansado de ser atropellado por el mundo, sólo por llevarles el mensaje que Dios le encomendó, se obliga a sí mismo a callar, intentando convencerse de que no vale la pena. Sin embargo en este verso cita: a pesar de que me rehusé a hacerlo, luché por contener Su palabra dentro de mí, pero no pude. Es como un fuego que arde en mi corazón. (Jeremías 20:9)
Actualmente a muchos nos arde el corazón, por hablar de lo que Dios nos ha mandado. A otros tantos, les arde por hacer aquello que Dios les ha encomendado, pero a diferencia del Profeta logran acallar su corazón, postergando el llamado de Dios en sus vidas. Ensimismándose en la rutina de una vida que siempre tendrá un sin fin de asuntos pendientes que atender, de cosas por hacer, y permitimos que se ahogue el deseo de Dios en nuestros corazones, a veces, por asuntos meramente domésticos.